Escrito por José Alejandro Vargas
Muchos años antes de que el pensador y polemista alemán Carl Smitt aireara su tajante oposición a la propuesta del austríaco filósofo del Derecho, Hans Kelsen, respecto a que la vigilancia de la integridad de la Constitución debía recaer en los hombros de un órgano colegiado extra-poder llamado Tribunal Constitucional, ya Otto Von Bismarck, bautizado como el “canciller de hierro”, y a quien se atribuye la fundación de la Alemania moderna, había manifestado en 1863 ante el Parlamento prusiano que “Cuando se solicita a un tribunal que decida sobre la cuestión de si se ha vulnerado o no la Constitución, se le reconoce para ello al mismo tiempo las facultades del legislador”.
Es decir, que seis décadas antes de que Carl Smitt recelara de la legitimidad de un órgano de control de constitucionalidad fuera del ámbito de los poderes que conforman el gobierno de la nación, ya el canciller Bismarck entendía que este sistema de control sería un ente perturbador del principio democrático, una premisa que, a consideración de muchos doctrinarios, no dejaba de ser una mera derivación de un juicio de oportunidad política.
Kelsen, con una amplia visión de los objetivos del constitucionalismo en cuanto a la limitación del ejercicio del poder de la autoridad, fundamenta su tesis de que un órgano jurisdiccional independiente asuma el control de constitucionalidad, entre otras razones, argumentando acerca del peligro que se cierne sobre la democracia cuando la violación de la constitución proviniera del Parlamento o el Gobierno, dos poderes ordinariamente antagónicos, que pudieran llevar sus actuaciones más allá de los límites que les impone la Ley Sustantiva, con la agravante de ser juez y parte de su propio proceso.
En ese contexto sustenta el jurista y filosofo que, “Dado que precisamente en los casos más importantes de violación de la Constitución, Parlamento y Gobierno son partes en causa, se aconseja apelar para decidir sobre la controversia a una tercera institución que esté fuera de esa oposición y que bajo ningún aspecto sea participe del ejercicio del poder que la Constitución distribuye en lo esencial entre el Parlamento y Gobierno”.
Es inevitable colegir que tan atinado razonamiento se tornaría en favorable justificación para la creación del Tribunal Constitucional, siendo que este órgano ni forma parte del poder, pero tampoco es antagónico a ninguno de los poderes públicos, por lo que sus decisiones se traducirían en un punto de equilibrio institucional.
Sería un contra sentido que el control de constitucionalidad cayera en mano de instituciones cuyos actos deban ser controlados, como en el caso específico de entonces, el Parlamento y el Gobierno, y en lo que a nosotros concierne, el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, pues de ser así, ¿quién nos libraría de los agravios cuando esos poderes constituidos se aparten de la obligación de encuadrar sus actos en las reglas que prescribe la ley fundamental?
Dice Kelsen que “la función política de la Constitución es la de poner límites jurídicos al ejercicio del poder…, y generar la seguridad de que esos límites no serán transgredidos”. Pero, necesariamente, se requiere de un guardián que vele por la certeza de esos límites para que no sean vulnerados por aquellos que están llamados a respetarlos.
Esas reflexiones Kelsenianas alcanzaron la concreción necesaria cuando en 1919 al jurista se le confió la redacción de la Constitución de la República de Austria, cuya promulgación se produciría en 1920, oportunidad que aprovechó para la creación del Tribunal Constitucional, el modelo de control constitucional que mayor difusión ha recibido en el mundo, dejando sentado que la facultad de control de las leyes y actos de gobierno solo puede ser ejercido por un órgano ad—hoc y autónomo, como lo es esa alta corte. Semejante impacto produjo ese mismo año la creación del Tribunal Constitucional de Checoslovaquia, posteriormente España también instituyó su Tribunal Constitucional en 1931, y a poco más de una década se continuó la corriente de crear Tribunales Constitucionales en toda Europa.
En lo que a nosotros concierne, con la creación del Tribunal Constitucional, mediante la reforma de 2010, llegó a nuestro ordenamiento jurídico el legado de Kelsen, y gracias a sus aportes, hoy puede leerse en la Constitución Dominicana, artículo 184, un mandato que reza de la siguiente manera: “Habrá un Tribunal Constitucional para garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales. Sus decisiones son definitivas e irrevocables y constituyen precedentes vinculantes para los poderes públicos y todos los órganos del Estado. Gozará de autonomía administrativa y presupuestaria”.